Todas las geopolíticas en todas partes al mismo tiempo

Arturo Magaña Duplancher

Internacionalista por El Colegio de México y la Universidad de Leiden. Consultor, investigador y analista. Fundador de Globalitika.

Tanto en medios académicos como en círculos periodísticos y políticos se identifica una honda confusión sobre un término predominante en la conversación sobre el presente. Se dice que hay razones geopolíticas detrás de prácticamente cualquier acontecimiento de alcances transnacionales, se habla de estrés geopolítico para interpretar el mapa mundial de riesgos y conflictos y pululan los “expertos en geopolítica” predicando sobre esta especie de piedra filosofal de las relaciones internacionales. No se sabe, a ciencia cierta, si es una disciplina científica, un enfoque analítico, un programa político, la filosofía detrás de ciertas decisiones estratégicas de los Estados poderosos, el prisma a través del cual se observan ciertos eventos bélicos o una iglesia. Lo cierto es que la máxima de Clinton contra Bush en 1992 ya se ha reformulado ad nauseam con aquello de “Es la geopolítica, estúpido”.

Un grupo de eminentes geógrafos alemanes intentó una pionera definición del término en 1928 según la cual “es la doctrina de las relaciones de la tierra con los desarrollos políticos” agregando que “tiene como base los sólidos fundamentos de la Geografía, en especial de la Geografía política” por lo que “la Geopolítica debe ser y será la conciencia geográfica del Estado”. Ante la gran elasticidad del concepto, no es extraño ver caracterizaciones de ciertos hechos del presente como parte de una geopolítica del caos, escuchar por doquier a los trovadores del retorno de la geopolítica e incluso imaginar una nueva película colmada de batallas navales, partidas de ajedrez entre Kissinger y George Kennan y las típicas escenas de los generales apuntando a una mesa con una versión sofisticada de ese juego de mesa llamado Risk.

Por un lado, basta dar un vistazo a la obra del académico irlandés Gearóid Ó Tuathail y su denuncia de la geopolítica clásica para entender las limitaciones del enfoque. Su “geopolítica crítica” disecciona el discurso geopolítico como una forma de camuflar y aún justificar apetitos hegemónicos e imperialistas. Por el otro, una lectura fresca de los textos de Isaiah Bowman bastaría para descubrir que buena parte de todo aquello que entendemos por geopolítica está frecuentemente marcado por determinismos anticientíficos, causalidades poco rigurosas y por pura y dura ideología.

¿Será necesaria, por lo tanto, una geopolítica de la resistencia? ¿Habrá espacio en las mentes de los estrategas contemporáneos para una nueva geopolítica ocupada de las implicaciones del cambio climático? ¿Seguirá creyendo Walter Russel Mead que el regreso de la geopolítica tiene que ver más con Crimea, Ucrania o Taiwán que con el Ártico y Groenlandia, con las disputas por el agua en Asia central o bien con los conflictos resultantes de la inseguridad alimentaria?

Y es que, como sugiere Harold James, existe la posibilidad de que el mayor riesgo geopolítico actual sea precisamente la geopolítica clásica inspirando acciones, decisiones y políticas de seguridad internacional. Evidentemente el costo de interpretar todo bajo la premisa del conflicto, y especialmente bajo la ley de la suma cero, supone dar nulo crédito a todo prospecto de cooperación, entendimiento o arreglo. ¿Qué es el presagio pesimista de inevitabilidad de un conflicto bélico entre China y Estados Unidos si no, en el mejor de los casos, precisamente eso y solo eso? ¿Cuánto le urge al mundo y a sus tomadores de decisiones volver a una geopolítica de la globalización?