Fatima Bhutto es la autora del libro “Los nuevos reyes del mundo: Bollywood, dizi y k-pop” publicado en español por la editorial Herder. A continuación se reproducen una parte del capítulo 10: El ascenso del K-pop. El libro se encuentra a la venta en la librería de la editorial Herder en la calle Tehuantepec No.50 en la colonia Roma de la Ciudad de México.
La crisis de 1997 detonó en Tailandia cuando las elevadas tasas de interés y unas instituciones financieras débiles hicieron que se desplomara el bath, la moneda tailandesa.
La catástrofe monetaria se propagó como un virus por todo el Este de Asia, golpeó a Corea del Sur. El rescate del FMI a Corea del Sur fue el mayor de los concedidos hasta ese momento en la historia: 57,000 millones de dólares.
Corea se levantó gracias a un abrumador sentimiento nacional de vergüenza; para que pudiera recuperarse tendría que reinventar completamente su economía y desplazar el foco de interés nacional hacia algo nuevo. El presidente Kim Dae-jung escogió la cultura pop.
La cultura pop no requería ninguna infraestructura organizativa: únicamente talento, tiempo y formación. A Dea-jung le intrigaban los inmensos ingresos que Estados Unidos extraía de Hollywood, o Reino Unido de sus musicales, así que empezó a reordenar la obsesión exportadora de Corea del Sur para apartarla de la industria pesada y llevarla a la tecnología de información y la cultura. Aun con una población relativamente grande de alrededor de 47 millones de habitantes en aquel momento, el tamaño del mercado de Corea del Sur era demasiado pequeño para que la cultura pop resultara lucrativa. Para que prosperara su maltrecha economía, tendría que exportar su cultura implacablemente, tal como lo habían hecho con los automóviles y la electrónica.
El gobierno implantó agencias creativas dentro de sus ministerios y las financió con millones de dólares, vinculó la Hallyu a la diplomacia, editó manuales sobre cómo penetrar en las diferentes regiones del mundo, construyó espacios para megaconciertos de música y ya en 1994 cableó el país entero para que tuviera internet de banda ancha, entendiendo que la propagación de la cultura a escala global requería una conectividad sin interrupciones. En 2014, Corea del Sur había implantado conexiones de internet doscientas veces más rápidas que la conexión media en Estados Unidos. Como consecuencia, las normas y el protocolo de uso del teléfono en Seúl no existen. En el trayecto en coche hasta el aeropuerto de Incheon, el taxista que me llevó fue alternando entre ver un partido de béisbol en directo, localizar radares de control de velocidad para inutilizarlos uno por uno y enviar mensajes de texto a todos sus parientes vivos. La pequeña pausa con la que a nosotros, los simples mortales, se nos tortura cuando abrimos archivos o cargamos páginas web, en Corea del Sur sencillamente no existe.




